Naturalmente, esta clase de cosas ocurren de noche, cuando gimotea el fonógrafo y las bombillas pintadas proyectan demenciales sombras.
Truman Capote
Ha delirado y ha gritado su nombre a la oscuridad del sótano y ahora, por fin, lo sé. Le he esposado una mano al saliente de la bañera. Al mirarle fijamente intento que me parezca un animal, moribundo, lo intento con todas mis fuerzas, una criatura sin posibilidades ante lo que vamos a hacerle. Por eso trato de visualizar alguna otra imagen para no sentir tristeza. Que él es, si me esfuerzo, el cráneo blanco y limpio de un caimán o una cría que morirá sumergida en una ciénaga o puede (tengo que conseguirlo) que un oso atravesado por la herida de un cazador, desangrándose en mitad del hielo. Vuelvo a contemplar su cuerpo (un bulto, es un bulto) y él delira, susurra su nombre una vez más, Langdoc, creo que es Langdoc, y yo imagino y deseo que llegue el momento en que mi propio nombre se desvela, ese segundo furtivo en que me siento, quizás,
más cerca de mi padre y sus ojos como alas de insecto, en largas noches cuidando juntos el árbol. El visitante susurra su nombre, Lang..., ojos cerrados, agonía, un hilo de sangre oscura empapándole los párpados, pero los nombres no se pueden decir a la ligera. Necesito acercarme y limpiarle la cara. Eso hago, le reclino la cabeza hacia atrás para que respire mejor, y creo que ya me siento más tranquilo. No mucho, si soy sincero.
Según mi padre, no se puede venir sin invitación a nuestra casa. No se puede pisar la hierba seca ni subir al árbol de las manzanas a robarnos uno de nuestros tesoros. En la parte trasera, hace sólo unas horas, susurró: «Hay alguien en el árbol de las manzanas». La noche llegaba hasta la casa y sus muros derruidos. Me fijé en que lo decía así, con ansia, levemente su labio se abrió en la penumbra y empezaron a aflorar con pereza, islas, esos dientes enormes. Mi padre saca los dientes y entonces uno sabe que tiene un hambre espantosa.
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