Ella tenía 50 años cuando heredó el antiguo piso de sus padres, situado en el casco antiguo de la ciudad y donde había vivido hasta que decidiera independizarse, hacía ya 20 años. Al principio pensó en alquilarlo o en venderlo, pero después empezó a considerar la idea de trasladarse a aquel lugar querido y detestado a la vez y, por idénticas razones, le parecía que aquella decisión podría reconciliarla consigo misma, y con su historia, y de ese modo sería capaz de afrontar la madurez sin grandes desacuerdos, contemplando la vida con naturalidad, sin fe, pero también sin esa vaga sensación de fracaso bajo cuyo peso había vivido desde que abandonara la casa familiar. Coqueteó con la idea durante algún tiempo, pero no tomó ninguna decisión hasta encontrar argumentos de orden práctico bajo los que encubrir la dimensión sentimental de aquella medida.
El piso tenía un gran salón, de donde nacía un estrecho pasillo a lo largo del cual se repartían las habitaciones. Al fondo había un cuarto sin ventanas, concebido como trastero, en donde ella —de joven— se había refugiado con frecuencia para leer o escuchar música. Se trataba de un lugar secreto, aislado, y comunicado con el exterior a través tan sólo de la queña puerta que le servía de acceso Decidió que rehabilitaría aquel lugar para las mismas funciones que cumplió en su juventud, y tiró todo lo que sus padres habían ido almacenando allí en los últimos años. Después colocó en puntos estratégicos dos lámparas que compensaran la ausencia de luz natural, e instaló su escritorio de estudiante y el moderno equipo de música, recién comprado. Un sillón pequeño, pero cómodo, y algunos objetos que resumían su historia completaron la sobria decoración de aquel espacio.
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