Todas las mañanas se inauguraban con ese instante de pánico. Un vértigo inconmensurable que enseguida se olvidaba y que en ningún caso reaparecía hasta el amanecer siguiente. Sucedía cuando, de lunes a viernes, a las siete en punto, se miraba en el espejo y tardaba un segundo en reconocerse. En esa franja irrisoria de tiempo se abría y cerraba el abismo como si fuera un ojo que parpadea. De inmediato recordaba su nombre, Herman Daem, y la tierra firme se materializaba de nuevo bajo sus pies.
Vivía con su mujer Christiane y su hijo Freddy en una bonita casa rodeada de prados y suaves colinas, no muy lejos de Brujas. Era el lugar más tranquilo del mundo, donde no se requerían rejas ni alarmas en puertas ni ventanas. Los vecinos estaban lejos y eran tan silenciosos y pacíficos como las líneas del paisaje. Cada cual hacía su vida y con eso bastaba y parecía todo humanamente perfecto. Algunos cuidaban dos o tres vacas que ejercían las funciones de animal doméstico. Pastaban en la verdísima hierba, siempre cambiante. Tan cambiante como el cielo, un territorio aéreo del que las nubes y la lluvia pocas veces se ausentaban.
Herman salía de casa siempre a las ocho, bajo una claridad gris y primigenia. Sacaba el coche del garaje, llevaba al pequeño Freddy al colegio y se presentaba en su oficina de Brujas poco antes de las ocho y media. Jamás después. Su esposa Christiane trabajaba también en la ciudad, pero ambos vivían de espaldas a ella. Más allá de los horarios laborales, preferían la inmovilidad emocional del campo, moteado de vacas y casitas.
Cenaban a las ocho. Afuera era siempre noche cerrada. El sol ya había desaparecido tras las colinas silenciosas y el cielo pasaba del azul húmedo a una infinita sucesión espejada de morados.
Después venía la oscuridad total.
Pero hubo una noche en la que no fue así. La familia estaba terminando de cenar. Luego leerían un rato y se irían a la cama. Ése era el hábito.
Esta vez, sin embargo, Christiane parecía distraída. Escrutaba con cierta insistencia la oscuridad que se abría al otro lado de la ventana.
—¿Pasa algo, cariño? —le preguntó Herman.
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