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Enrique Murillo: Elogio del transporte público

Written By robi on Monday, 11 March 2013 | 02:49




Cuando oía hablar del placer o pronunciaba yo mismo esta palabra, siempre había creído saber de qué se trataba, de manera que, aunque me precio de ser una persona analítica que no se conforma con ideas prestadas, nunca me detenía a darle vueltas a un concepto que tan obvio parecía. Dicho de otro modo, yo era de los que saben qué es el placer por experiencia propia, como suele decirse. Y no porque hubiese disfrutado mucho de mi mujer, cuya capacidad de abstinencia la convertía en un claro caso de vocación fallida —y no sólo en este sentido; su talento organizador y su sentido estricto de la disciplina me parecían dignos de una madre superiora de la vieja escuela — , sino porque sí lo había hecho de mis mujeres, al menos hasta que de repente las dejé prácticamente abandonadas. A lo sumo, cuando mi carácter reflexivo me llevaba a pensar en ellas, a veces se manifestaba cierta perplejidad, cierta vacilación debida no tanto a la duda sobre el signo inequívocamente placentero de las horas que pasaba con ellas como al recuerdo de la sensación de hastío que acostumbraba a aparecer como indeseable pero al mismo tiempo inseparable compañero del placer o, por decirlo con una imagen profesional, como un socio inevitable de una empresa que bien podría calificarse de perversa en la medida
en que el capital —no escaso— que en ella se invierte no solamente no persigue la obtención de beneficios sino que trata de garantizar las pérdidas. Y justamente ahí donde yo creía hilar fino, cuando, en un esfuerzo de sinceridad, esa ausencia de pureza en el goce me impulsaba a temerme que quizá mis placeres, por contaminados de displacer, no fueran tales, es donde más me equivocaba, pues no hay placer sin dolor ni excitación digna de ese nombre que no vaya acompañada de unos sentimientos negativos tan intensos como ella. Mi equivocación consistía en concebir cada emoción como un ente puro, en esperar que algún día se presentase el placer limpio de polvo y paja —términos cuyas connotaciones no se me escapan y que más bien quiero subrayar porque demuestran la medida del error—, y, así, no llegué de hecho a conocerlo hasta que fui capaz de comprender que sólo se obtiene —resplandeciente como el sol y vil como la basura más hedionda— el día en que el impulso irresistible de disfrutarlo coexiste con el pavor más absoluto a su obtención, el instante en que te sientes aterrado por lo mismo que te arrastra y, pese a ello, te dejas llevar. 
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