ERA NOCHE DE baile de máscaras en la Ópera, último refugio del Carnaval parisiense, echado poco a poco de la calle —su antiguo libre imperio— por la lúgubre seriedad de nuestra época. Contrariamente a lo que me sucede cuando acudo a alguna de esas fiestas tumultuosas y vulgares, iba esa noche al gran teatro con pie vivo y ánimo contento, dispuesto a divertirme y seguro de que lo lograría.
Entré de los primeros. El majestuoso coliseo, arreglado para el baile y decorado con arte y lujo indecibles, resplandecía, deslumhraba. Como todavía estaba casi desierto, pude recorrerlo a mis anchas y admirarlo. ¡Qué magnificencia y qué buen gusto! El gran foyer público, soberbio y ostentoso; los salones riquísimos; el delicioso foyer de la danza; los amplios corredores; la estupenda sala de oro y rojo al escenario unida; los palcos que empezaban a poblarse; todo lo examiné con viva complacencia; oí sin crispadura de nervios la algarabía de notas de la orquesta que se afinaba; tropecé sin disgusto con cocottes que ya brindaban sus apetitosas formas a través de trajes de fantasía sutilísimos.
Pero cayendo al cabo en cuenta de que el espectáculo más inte-resante era, en tal momento, la invasión del edificio por la abigarrada muchedumbre, volví al imponente vestíbulo, híceme a duras penas puesto entre los curiosos que se apretaban arriba, en los balcones semiovalados abiertos sobre la monumental escalera, y me puse a mirar subir el bullidor raudal humano, que iba con ímpetu y bramidos de torrente a derramarse por pasillos y salones.
Media hora hacía que dejaba errar mis ojos sobre aquella difícil y confusa ascensión de disfraces tradicionales o caprichosos, de fracs irreprochables y de toilettes indescriptibles; media hora de vértigo ante aquel pasar de carnes nacaradas desbordando de corpinos refulgentes, y aquel surgir y desaparecer de cabelleras rubias y negras y rojas, salpicadas de ofuscadora pedrería, cuando de súbito se quedó mi sangre helada: entre la muchedumbre creí ver subir a Julio Ramos.
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