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Darío Herrera: La nueva Leda

Written By robi on Saturday, 23 March 2013 | 06:10



–La tarde está linda, mamá; hoy no siento ninguna fatiga, no he tosido desde esta mañana... ¿Ves? Respiro muy bien, y creo que pronto estaré buena. Déjame ir a Palermo: no es día de corso y el paseo me pondrá mejor... te lo aseguro.


La madre contempló a la hija con su angustiosa mirada de siempre, y un rayo de esperanza brilló en aquellos ojos. Sobre la demacración terrosa del rostro de la joven, aparecía difun­dida una leve aurora; las pupilas tenían resplandores más in­tensos, y todo el semblante ostentaba inusitada animación, cual si en aquel organismo, corroído por la tisis, comenzara a realizarse una resurrección milagrosa.


El permiso fue concedido; y de la Avenida Alvear la victo­ria partió, al trote del vigoroso tronco. Recostada sobre los cojines del carruaje, Julia bebía con fruición el aire oxigenado de la gran calzada. Iba sola, y esto la contrariaba. Experimentaba la necesidad de hablar; una alegría secreta, cual fluido mágico, le circulaba por los nervios. Nunca se sintió en tan benéfica disposición moral; sus ideas tejían sueños luminosos, y su cuerpo impregnado de ese jocundo baño interno, se aligera­ba, llenábase como de vida nueva, e imprimía a sus músculos agilidad y fuerza... Sí, experimentaba la necesidad de hablar, de comunicarse con alguien, y lamentaba no llevar a su lado a alguna amiga. Pero carecía de amistades íntimas, hacía va­rios años. El mal se inició durante el paso peligroso de la in­fancia a la pubertad, y su manifestación más significativa fue una melancolía constante, que la retrajo de todo trato social. No se la veía desde la época en que, sana y fresca como las yemas primaverales, vertía en torno suyo el encanto de su in­teligencia precoz y la gracia de su prometedora belleza. Así, atravesó en su victoria, inadvertida, por entre los concurren­tes de Palermo, y fue a situarse junto al lago, bajo la radiosa calma vespertina...


Y en la tarde declinante, el lago esplendía como un espejo, en su quietud bruñida. Los árboles de la orilla lo circundaban, proyectando sus sombras en el agua hospedadora. Por inter­valos, desprendíase alguna hoja seca, voltejeaba en el vacío, y descendía a posarse sobre la superficie temblorosa. De las ave­nidas inmediatas, sordos e intermitentes, llegaban el ruido de los carruajes, el rehilar de las bicicletas, o el murmurio de las pisadas de los paseantes. Y la sensación de soledad del sitio, rota un momento, recobraba su imperio; y entonces, vibraba más claro y musicalmente el vuelo de la brisa entre el ramaje sonoro. Arriba, el cielo lucía incólume su azul, pálido como seda antigua; y en el horizonte, una gran nube de violeta epis­copal, era como un suntuoso catafalco que la noche prepara­ba al sol.
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