Huesos.
Sólo huesos.
Un montón de ellos.
Lucas Cebrián no paraba de sacar huesos. Adultos, unos pocos niños... Esqueletos completos y piezas sueltas.
Limpios y algo ennegrecidos por el color rudo del suelo que los acogía.
Los apilaba en la parte de atrás del cobertizo. Lo hacía con cuidado y respeto; imaginaba que en una situación parecida, a él le hubiera gustado que quien perturbara el sueño eterno manejase sus restos con un mínimo de decoro.
Mes tras mes, año a año, Lucas peleaba con denuedo contra el destino que había heredado: una granja contagiada de lepra, en medio de un páramo insalubre donde sólo medraban los mosquitos, las culebras y las ratas; rodeado de una tierra estéril con la que había que pelearse para obtener algún fruto.
Y que sólo parecía querer germinar intermitentes cosechas de huesos.
Lucas Cebrián era un hombre solitario: segundo hijo en una familia humilde, y por lo tanto abocado a la miseria en un lugar en el que el primogénito heredaba todo. La granja, las tierras, los cerdos y hasta aquel saco de pulgas, parecido a un mulo, provenían de un tío materno suyo, padrino de bautizo, que había muerto poco tiempo atrás sin más descendencia que aquel muchacho retraído y hosco, aunque trabajador. Era una nueva vida, lejos de su lugar de nacimiento. Cualquier otro hubiera cejado en el empeño al poco tiempo, pero Lucas era un hombre adusto y obstinado, temeroso de Dios a la manera de quien lo ve como un padre exigente, brutal y algo distante. Aquella herencia había sido un regalo, la puerta que se le había proporcionado para salir de una existencia abocada al infortunio: puerta y prueba. Asumía su actual pobreza con pragmatismo: nadie es pobre, un pobre de verdad si tiene un lugar y los medios para subsistir por sí mismo. Sólo se es pobre de verdad si se depende de la caridad ajena. Consideraba que el trabajo era una obligación moral y que la riqueza, la auténtica riqueza estaba en relación inversa a las necesidades que uno mismo se exigía.
Lucas pedía poco: comer, beber, dormir y tener la salud suficiente para ir amanecer tras amanecer a pelearse con aquella tierra preñada de huesos y penuria.
Sin embargo había días en los que percibía un ligero prurito de duda.
Miraba el montón de tibias, costillas y cráneos y se preguntaba en voz baja si él no iba a ser el siguiente en pudrirse bajo la maloliente capa que lo cubría todo; dudaba si alguien iba a recoger sus huesos mondos, roídos por las ratas.
0 comments:
Post a Comment