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Félix J. Palma: Venco a la molinera

Written By robi on Tuesday, 26 February 2013 | 03:56



Lo primero que hice al llegar a mi apartamento fue desplomarme heroicamente sobre el sofá, con ese dramatismo un tanto vanidoso de quienes necesitan creer que aun estando solos siempre hay alguien que mira, que vigila, que evita que nuestros pequeños infortunios pasen desapercibidos en el contexto del universo. El trayecto en taxi con la ventanilla bien abierta, a pesar de que el tráfico había resultado más fluido de lo habitual, no había logrado mitigar el mareo que me había producido el vuelo, aquella turbulencia a escasos minutos del aeropuerto que me había desordenado las tripas, conminándonos a la mayoría a guardar el alma dentro de la bolsita marrón de los asientos en una repugnante sinfonía de arcadas. El apartamento no olía a cerrado, y supe que Berta se había tomado también la molestia de airearlo al regar mis plantas. Dado lo poco que hoy en día cotizan en bolsa las relaciones vecinales, una vecina como Berta era todo un lujo, quizá un guiño de Dios para que no perdiese la fe en el género humano todavía. Me deshice con placer de los zapatos, arrojé a un lado el maletín empachado de congreso y desde mi horizontalidad pasé revista a lo poco de apartamento que registraban mis ojos.
Atisbé por entre la puerta entornada de la cocina un papelito adhesivo pegado al frigorífico y sonreí, conmovido por esos pequeños detalles que tan sigilosamente enuncian amistades enormes: debía de tratarse de la receta que Berta había prometido pasarme para sorprender a Mónica en la cena íntima de la noche próxima, último capítulo de un meticuloso plan de copas y conversaciones que me permitiría adquirir ante sus ojos una dimensionalidad nueva al mostrarme como uno de esos hombres de hoy amigos de su propia cocina (había comprado expresamente un delantal lleno de motivos idiotas para lucirlo a la hora de servir la cena con la certeza de que ella lo encontraría más entrañable que ridículo; cuando cumpliese su objetivo ya lo quemaría). Cerré los ojos, convencido de que con aquel vértigo atroz poco partido más podía sacarle al día, que empezaba a declinar tras la ventana, y me dormí sin desvestirme, todavía con la corbata apretándome sin ganas el cuello como un estrangulador jubilado y la mortaja de la chaqueta, como si aún no hubiese llegado a casa, dispensado de la aburrida tarea de volver a ser yo por unas horas más.
Cuando volví a abrirlos, ya inmerso en un sábado luminoso, comprobé aliviado que no me quedaban secuelas del mareo. Durante la ducha fui recuperando mi existencia, reconociendo como mío todo lo que me rodeaba, tomando mis quince días de congreso en Boston como una excepción y no una realidad. Me puse unos vaqueros y una camisa limpia y enfrenté al fin la nota de Berta, el desafío culinario en el que consumiría la mayor parte de la tarde. Venco a la molinera, anunciaba en letra de palo Berta, antes de desgranar una retahila de ingredientes, consejos, truquitos e incluso un par de chistes pésimos vagamente relacionados con algún paso de la operación. ¿Venco? ¿Qué diablos sería aquello? ¿Algún tipo de pescado? Recordaba haber convenido con ella en que era mejor un plato sencillo y efectivo que sorprender a mi invitada con una extravagancia que me inclinara peligrosamente hacia la pedantería. Y ahora me salía con aquello. ¿De qué había servido discutir sobre ello dos largas horas? No me esperaba aquella puñalada por la espalda. Creía que Berta y yo estábamos juntos en esto...

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