Antes de acudir a casa de mi abuela cacé una mosca. Era un ejemplar diminuto, de cuerpo gris metálico y ojos de un negro fulgurante. La atrapé al vuelo en la terraza, y la sostuve entre el pulgar y el índice, como quien se dispone a enhebrar una aguja. Así estuve un rato, aspirando el aroma de los almendros que la brisa arrastraba hasta mi ático mientras sentía contra la yema de los dedos el rebullir de aquella vida minúscula e insignificante que, como un dios cruel, podría truncar con sólo una ligera presión. Hice algunos amagos de aplastarla, arrancándole acordes agónicos, pero finalmente la encerré en un frasco y aguarde a que Sandra saliera del baño contemplando cómo el insecto exploraba su prisión en un vuelo frenético, negándose a aceptar que se encontraba atrapado.
Me apresuré a disimular el tarro entre los adornos de la mesita cuando oí abrirse la puerta del baño. Sandra emergió junto a una nube de vapor y efluvios de perfumería, envainada en un sugerente vestido de terciopelo azul que le dejaba la espalda al descubierto y dibujaba con precisión su silueta de ánfora. Su aspecto me agradó, pues nunca la había visto tan elegante, pero enseguida comprendí que con semejante tributo a la sofisticación lo único que pretendía decirme era que aquella cita era tan importante para mí como para ella. Otra vez su notorio afán por agradar, su empeño mal disimulado por hacer que lo nuestro funcionara, que aquellos pasos erráticos nos encaminaran hacia algún sitio. Nos habíamos conocido hacía apenas un par de semanas, pero yo la había catalogado casi al instante. Sandra respondía a un patrón que conocía de memoria: treinta y muchos, con más llagas en el corazón de las que creía merecer, recelosa ante los nuestros pero con miedo a quedarse sola, a envejecer sin un cuerpo amigo al otro lado del colchón. Enseguida supe que bastaría con que yo le diese pie para que me asfixiara con todo el amor que venía recolectando desde los remotos tiempos del instituto, cuando en las últimas filas de los cines empezó a comprender que los príncipes azules no eran más que una engañifa.
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